6 de febrero de 2012

Relato "Día de lluvia"


Qué mejor relato para empezar este blog que uno que hable sobre un entrenamiento durante un día de lluvia.
Este relato lo envié el pasado Octubre al I Certamen de Relatos Cortos "Yo, deportista", convocado por el Instituto Andaluz del Deporte, y fue seleccionado entre los 45 mejores relatos, lo cual a mi hizo mucha ilusión, :P. Lo envié bajo el seudónimo de Motimoli, que es el mote que me pusieron el año pasado mis compañeras de remo.
Así que aquí lo tenéis, espero que os guste. :)

Motimoli
Día de lluvia

Desde la ventana de mi habitación veía la lluvia caer y el viento azotar los árboles. Se escuchaba algún que otro rayo. Abrí la ventana y el olor a tierra mojada inundó mi cuarto.
“¿Y ahora tengo que ir a entrenar…?”, me pregunté, con resignación. Sin embargo, cerré la ventana y me dispuse a cambiarme de ropa, mientras veía como seguía lloviendo sin tener intención alguna de escampar.
“Bueno, si sigue lloviendo así de fuerte, no saldremos a remar. Nos iremos al gimnasio y no se qué haremos”, pensé.

Pero cuando llegué al club, había escampado. El cielo seguía lleno de nubes grises y podía ponerse a llover de nuevo en cualquier momento, pero mi entrenador nos mandó salir al agua. Mis compañeras y yo sacamos los remos de la casa de botes y los colocamos sobre el mojado pontón. Después nos preparamos para salir a remar: nos quitamos la ropa de abrigo, llenamos la botella de agua, etc. Cuando ya estábamos las nueve listas fuimos a donde se guarda el ocho con timonel, y cada una se colocó en su sitio. Lo sacamos de su estantería y nos lo colocamos en el hombro. Poco a poco empezamos a andar hacia afuera, con mucho cuidado de no darle golpes ni a nuestro bote ni a ninguno de los que estaban en sus respectivas estanterías. Llegamos a la puerta de la casa de botes y extremamos la precaución, ya que la puerta es un poco más baja que el techo de la casa de botes. Cuando yo, que iba de proa y por lo tanto era la primera en salir de la casa de botes, ya estaba fuera, me cayó una gota de agua. Miré hacia el cielo y seguía igual que antes. Miré hacia el río, que estaba en calma, completamente plato, como decimos nosotros. Sin embargo, me cayó otra gota. Habíamos seguido andando y ya había otras tres chicas fuera de la casa de botes. Una de ellas comentó:
-¿Está chispeando, no?
-Pues como se ponga a llover de verdad, yo no salgo a remar, ¿eh? -avisó una de las que todavía estaba dentro.
Nuestro entrenador, que estaba por allí, soltó:
-Pero si esto no es “ná”… ¡Anda! Nos os quejéis tanto y al agua ya, que luego os toca remar una regata lloviendo y no sabéis.
-Pues yo prefiero remar así, que el agua está plato, y no un día con un vendaval bestial -dije yo.

Al fin teníamos el barco en el agua, y mientras cada una colocaba su remo en su chumacera, discutíamos quién iba a llevar los botines a la casa de botes para que no se mojasen si se ponía a llover. Nadie quería ir porque al volver había que hacerlo descalza, y nadie quería mojar y manchar sus calcetines. Al final se decidió que tenía que ir la timonel, ya que ella no se tenía que quitar los botines.
Cuando ya estábamos todas con un pie puesto en el bote y el otro en el pontón, la timonel gritó:
-¡Listas, fuera! ¡Fuera! -y nosotras dimos una patada al pontón para alejarnos de él, aunque más de una que no quería que sus calcetines se manchasen no dio la patada, por lo que el bote apenas se separó del pontón y tuvieron que ayudarnos a salir algunos compañeros nuestros que aún estaban en tierra.
La timonel mandó remar a mano, solo moviendo los brazos, para salir de la zona de embarque y llegar a la otra orilla del río. Allí, todas nos dispusimos a acomodarnos, colocando las pedalinas en el lugar correcto, cambiando los clips de la chumacera para regular la altura del remo y moviendo las vías hacia proa o hacia popa.
La timonel preguntaba de vez en cuando si ya estábamos listas. Al rato, las cuatro chicas de popa, es decir, las cuatro que van sentadas más hacia popa y por tanto más cerca del timonel, dijeron que ya estaban listas. Pero las de proa aún no lo estábamos, así que la timonel mandó remar a las cuatro de popa. Como siempre, comenzaron a remar a mano unas veinte paladas, luego pasaron a remar a manos-cuerpo, moviendo los brazos y el cuerpo, otras veinte paladas; después, a medio carro, es decir, utilizando ya las piernas para mover el carro, pero avanzando solo la mitad del recorrido total del carro. Y tras veinte paladas, comenzaron a remar largo, con todo el recorrido posible del carro. Después, la timonel mandó cambiar a la proa, de forma que ahora nosotras hicimos todo ese proceso hasta terminar remando largo. Luego, las ocho juntas volvimos a empezar a remar a mano, luego a manos-cuerpo, después a medio carro, y finalmente, largo.
Ya habíamos avanzado casi dos kilómetros, habiendo llegado a la altura de la Torre del Oro. El bote ya iba avanzando bien, fluido, todas a una, con el sonido de fondo de la timonel gritando pequeños detalles técnicos que debíamos mejorar, a pesar de que las ocho íbamos perfectamente acopladas y el barco andaba prácticamente solo, sin apenas esfuerzo. Ese día todo iba de maravilla, seguramente porque el agua estaba realmente tranquila, sin olas de ningún tipo y sin nadie navegando por él, solo nosotros, los remeros.
Aún no llovía cuando llegamos al Puente de Triana, pero poco antes de llegar al del Cachorro comenzó a chispear cada vez más fuerte. Algunas de mis compañeras se quejaron y propusieron volver e irnos a los ergómetros a terminar el entreno. Pero la mayoría queríamos seguir porque, si no, nuestro entrenador se enfadaría, y además, tan solo era agua lo que nos caía.
Tras esa pequeña discusión, volvió a reinar el silencio, roto tan solo por el chasquido de los remos entrando en el agua, uno solo “chac” que producían los ocho remos atacando a la vez.
Pero en ese momento el silencio se rompió, además, por el ruido de la motora del entrenador que se acercaba a toda velocidad a nosotras. Estoy segura de que a todas se nos pasó por la mente que venía a decirnos que diésemos la vuelta y entrásemos al club, porque todas, en el fondo, los estábamos deseando. Las frías gotas nos martilleaban el cuello y las manos, mientras que la ropa que llevábamos encima estaba empapada, y nos caían gotas del pelo, igualmente empapado. La pobre timonel era la que peor lo debía de estar pasando porque ella estaba completamente quieta, a pesar de que era la que más abrigada iba y la única con chubasquero.
Sin embargo, David no nos dijo nada de entrar. Se limitó a ponerse a nuestro lado y seguir nuestro ritmo mientras nos gritaba:
-¡Ese ataque a una! ¡No espero a nadie! ¡Llegamos y atacamos! ¡Eso es!
Nos siguió durante tres kilómetros, ya que ese día, al estar lloviendo, había bastante gente que había faltado al entreno, por lo que había menos botes a los que seguir y se podía dedicar más tiempo a nosotras. Eso estaba bien porque aún teníamos que mejorar muchos aspectos.
Para eso David nos mandó hacer algunos ejercicios técnicos, para mejorar ciertos movimientos. Durante los ejercicios el bote iba más lento y la lluvia se notaba más. En uno de los ejercicios, nos pidió que lo hiciera primero la popa, luego la proa, y luego todas juntas. Y así lo hicimos; pero, cuando nos tocaba estar paradas, el frío aumentaba. David se debió de dar cuenta de que nos poníamos a tiritar cuando no remábamos, porque una vez que terminamos ese ejercicio ya no nos mandó ninguno en el que nos tuviéramos que quedar paradas un rato.

Al cabo de dos kilómetros con David al lado gritando, yo ya estaba harta de él, y deseaba que se fuese de una vez por todas. Sin embargo, seguía ahí, gritándome:
-¡Largo, Ana, largo! ¡Es muy importante que vayas largo! ¡Más largo, Ana, más largo! ¡Y ataque, ataque todas! ¡A una el ataque, que se escuche un solo “chac”! ¡Eso es, que ya lo tenemos! ¡Sin subir la pala en el ataque, cerca del agua! ¡Un solo tirón atrás de piernas, saltamos de la pedalina! ¡Como una repetición de sentadilla! ¡Rápidas las piernas abajo! ¡Velocidad en la pasada! ¡Y sacamos la pala vertical del agua, que no se nos olvide!
Su voz me agujereaba los oídos, ya no podía más. Iba muerta y él me pedía más piernas. “Por favor, vete ya… No puedo más…”, era lo único que se me pasaba por la mente. Pero luego intentaba apartar esos pensamientos de mi cabeza y me decía: “¡No, Ana! Sí que puedes, claro que puedes; he aguantado cosas peores.”.
“Tengo mucho frío… No aguanto más…”.
“¿Frío, Ana, frío”? ¿Acaso no te acuerdas ya de aquella regata en Vegadeo? Claro que me acuerdo, eso sí que era frío, no como ahora. El frío es psicológico. No tengo frío, esto no es frío”.
“Pero es que no siento las manos…, las tengo congeladas…, y encima David no deja de gritarme que vaya largo. ¡No puedo ir más largo, no con este frío! Que se ponga él a remar, a ver qué dice”.
“Venga, Ana, que no es para tanto, que soy capaz de aguantar esto y mucho más. Que eres muy fuerte, que tú soportas todo lo que te pongan por delante. ¿O vas a dejar que las demás piensen que eres una débil? Ellas deben de ir peor que yo, porque tu eres la más fuerte, tú eres la mejor del equipo. La mejor, Ana, ¡la mejor! Y no lo digo yo misma, te lo ha dicho David mil veces, y los hechos lo demuestran. Les ganas en todos los tests. Así que ahora no vas a ser tú la débil del equipo, porque tú no eres débil. ¡Yo soy fuerte!”
Por mi mente se pasaban todos estos pensamientos y cuando me convencí de que yo era fuerte, la motora de David se frenó y dio la vuelta, siguiendo a otro bote que iba en dirección contraria. Además, me di cuenta, de que ya apenas llovía.
“Venga Ana, que ya se ha ido, ahora ya no te va a martillear la cabeza, y ya solo queda un kilómetro para dar la vuelta y beber agua. Por fin. Y además, ya casi no llueve. Venga, que esto ya está hecho, que lo peor ya ha pasado”.

Ese kilómetro pasó bastante rápido. Cuando yo pensé que realmente ya no podría dar ni una sola palada más, se escuchó la voz de la timonel por encima del leve sonido de las gotas de lluvia cayendo sobre el río, como un vaso de agua en medio del desierto, como una hoguera en medio de un páramo de hielo, diciendo:
-¡En dos, fuera!
Una palada.
Otra palada.
-¡Fuera!
Y todas a una paramos nuestros brazos en el mismo lugar, dejando caer los remos sobre el agua. Poco a poco, el bote se fue frenando, y entonces la timonel mandó clavar a las babores y remar a las estribores, para así dar la vuelta.
Parecía que ese momento no iba a llegar nunca, pero llegó.
Suspiré, estaba muerta.
Busqué mi botella de agua y me dispuse a beber, cuando, de repente, sonó un trueno, amenazadoramente cerca, y vimos como una cortina de agua bien tupida se acercaba a nosotras demasiado rápido. Se escucharon gritos de mis compañeras:
-¡Venga, vamos! ¡Qué nos mojamos!
-¡Corre! ¡Deja de beber agua y vámonos!
-¡Venga, va, que ya estoy más o menos seca y no quiero volver a mojarme!
-¡Pero vámonos de una vez por todas!
-¡Listo avante! -acalló la timonel- ¡¡Avante!!
Y comenzamos a remar de nuevo.

Una parte de mi ser prefería haberse quedado allí y mojarse. Sin embargo, la fugaz parada me había descansado un poco, lo suficiente para seguir con más fuerzas que antes. Además, ahora por mi mente pasaba el pensamiento de que ya quedaba menos de lo que llevábamos.
Sin embargo, la lluvia acabó alcanzándonos. Pero lo cierto es que a mi ya me daba igual. Ya estaba empapada, aunque era verdad que la ropa ya se había secado un poco. Pero yo sabía que tenía ropa seca en mi mochila, y en cuanto terminase el entreno saldría corriendo camino de la ducha.
Seguíamos remando, desafiando a la lluvia y el viento, que ahora soplaba en contra. Nos quedaban siete kilómetros, viento en contra. Pero yo no me desanimé porque ya íbamos de vuelta, ya solo quedaba volver.
Dejó de llover y David nos volvió a seguir cuando ya sólo nos quedaban apenas tres kilómetros, a la altura del Puente del Cachorro, pero esta vez le soporté mucho mejor.
La lluvia volvió a arreciar poco antes de llegar al puente de Triana, donde las pocas personas que paseaban por él nos miraban con cara de decir “Esta gente está loca”, mientras corría huyendo hacia un techo bajo el que refugiarse. Sonreí al ver la expresión de sus rostros, porque sí que era cierto que estábamos locas. Todos los remeros lo estamos un poco porque anteponemos el remo a cualquier cosa; el remo es nuestra vida, sin él nos moriríamos; y salimos a remar siempre, ya haga 40ºC y un sol abrasador, o 5ºC y una lluvia extremadamente fría.
Al fin llegamos al club y, gracias a Dios, ya no llovía. Hicimos la maniobra para entrar en el pontón y en cuanto la timonel se bajó del bote, fue corriendo a buscar nuestros botines, que aguardaban, bien secos, en la casa de botes. Acto seguido, cogimos el bote entre las ocho y lo guardamos en su sitio.
Luego, tras comentar con mis compañeras de bote y con mi entrenador cómo había ido el entreno, compartiendo diferentes sensaciones y opinando sobre qué pensábamos que había que mejorar, nos fuimos todas juntas a los vestuarios para darnos una buena ducha de agua caliente, que a mi me sentó de maravilla. Estuve un largo rato bajo el chorro, disfrutando de esa sensación de calor, tan necesaria después de haber pasado tanto frío en el río.
Al terminar, me despedí de ellas hasta el día siguiente, y salí de mi club envuelta en un chubasquero, bajo un paraguas verde y con la mochila a la espalda, y comencé a andar hacia mi casa.

En cuanto alcancé mi cuarto me dejé caer pesadamente sobre el mullido colchón de mi cama. Cerré los ojos y pensé quedarme así, en esa misma posición, hasta que mi madre me avisase para comer.
Sin embargo, apenas unos segundos después de cerrar los ojos, me sobresaltó el lejano sonido de la melodía de mi móvil. En un principio no tenía intención de cogerlo, estaba demasiado cansada para ir a buscarlo. Pero no paraba de sonar, así que me vi obligada a levantarme y rebuscar en mi mochila, que había quedado abandonada en un rincón de mi habitación, hasta que di con el móvil y vi en la pantalla el nombre de mi mejor amiga de la facultad. Así que lo cogí:
-¿Sí? -contesté con voz cansada.
-¡Ana! ¿Te apetece venirte esta noche a una discoteca? La entrada cuesta veinte euros y para las chicas hay barra libre. ¿Te quieres venir?
-¿Esta noche? Uff… no sé, estoy reventada…
-¡Venga, Ana! Vente, que vamos a ir toda la clase.
-¿Pero hasta qué hora sería eso?
-No sé, hasta la que tu quieras. La entrada es a partir de las once.
-Pero es que no voy a pagar una entrada de veinte euros para estar solo un par de horas. Porque entre que se entra y no, son las doce, y a mi me gustaría estar en mi casa antes de las dos y media, como muy tarde, que mañana tengo entreno a las nueve, y además hay series.
-Pero por un día no pasa nada, ¿no? ¡Anda! ¡Vente! No seas tonta, que nos lo vamos a pasar muy bien. Que nunca vienes cuando quedamos, siempre pones la excusa del remo…
-Ya lo se que nunca voy, pero es que el entrenamiento de mañana es muy importante y… No sé… No debo faltar mañana. Es que tenemos una regata dentro dos semanas y no podemos perder entrenamientos, porque si no…
-Si yo lo entiendo pero es que siempre es la misma historia. Yo se que para ti el remo es tu vida, pero también deberías salir y divertirte. ¡Tanto remo no puede ser bueno!
-Ya… si el remo es una droga… -dije yo, riéndome,- en cuento lo pruebas yo no puedes dejar de remar.
-Y una secta, también; os lavan el cerebro -contesto ella, también riendo.- Entonces no te vienes, ¿no?
-No, lo siento, pero no puedo. No ahora. Ya sabes que en verano puedo quedar todo lo que tu quieras. Pero ahora no puedo. Lo siento.
-Bueno, no pasa nada. Otro día será… Pero recuerdame que para la próxima vez que me eche una amiga, me asegure antes de que no sea remera, ni piragüista, ni deportista de ningún tipo -dijo ella, bromeando.
Cada vez que mis amigos de clase me proponían un plan para salir, siempre me pasaba lo mismo. Nunca iba por que al día siguiente tenía que entrenar. Pero otras veces pensaba que a lo mejor debería no darle tanta importancia al remo y salir un poco más. Sin embargo, no podía. Algo en mi interior me lo impedía. Además, ese año quería intentar ir al equipo nacional y eso era algo demasiado difícil como para permitirme el lujo de perder entrenamientos por una noche de fiesta.
Mis compañeros de clase no me entendían. No sabían cómo podía no salir, y además madrugar todos los fines de semana para pasar frío y sufrir sobre el agua. Pero para mi era lo era todo. Me había criado en el río, entre remos y barcos, y desde muy pequeña había aprendido a hacer del remo mi vida. No en vano, mi padre había sido también remero y ahora era entrenador. Mis compañeros de remo me decían que yo había nacido remando, y prácticamente, era verdad.
Y es que el remo me da miles de cosas, que no cambiaría por nada del mundo.

2 comentarios:

  1. ¡Ay mi sobri!¡qué bien escribe ella!
    LA verdad es que sí, yo también entiendo a tu amiga...pero bueno, lo primero es lo primero, y para lo demás siempre habrá tiempo.

    Un beso de tu tía Cristina.

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