28 de febrero de 2012

Final alternativo de la leyenda "El rayo de luna", de Bécquer

En 2º de ESO, en Noviembre de 2005, leímos en clase de Lengua la leyenda "El rayo de luna" de Gustavo Adolfo Bécquer, que es mi poeta favorito; y mi profesora Pilar, que ha sido una de las mejores profesoras que he tenido en mi vida, nos pidió que escribiéramos un final alternativo para esa leyenda. Y fue con ese relato que escribí entonces cuando me di cuenta de que eso de escribir se me daba más o menos bien, y que "de mayor quería ser escritora". :)
Así que ahí va la leyenda, que como todas las de Bécquer es increíble, aunque no está entera porque sería muy larga:
Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo templo de los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen del río (...).
Manrique, presa de su imaginación de un vértigo de poesía, después de atravesar el puente, desde donde contempló un momento la negra silueta de la ciudad que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los Templarios.
La medianoche tocaba a su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una oscura alameda que conducía desde el oscuro claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un grito, un grito leve, ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo. 
En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. la orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras e imposibles penetraba en los jardines. 
-¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio!... ¡A estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco -exclamó Manrique; y se lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta. (...) 
Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de don Alonso de Valdecuellos desengañó al iluso Manrique; (...) dos meses durante los cuales había buscado en vano a aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced a su aún más absurdas imaginaciones, cuando, después de atravesar, absorto en estas ideas, el puente que conduce a los Templarios, el enamorado joven se perdió entre las intrincadas sendas de sus jardines.
La noche estaba serena y hermosa; la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles.
Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de las macizas columnas de sus arcadas... Estaba desierto.
Salió de él, encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo.
Había visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje blanco, del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba con un loco.
Corre, corre en su busca; llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pera al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros, un temblor que va creciendo, que va creciendo, y ofrece los síntomas de una verdadera convulsión, y porrumpe, al fin, en una carcajada, en una carcajada sonora, estridente, horrible. (...).
Era un rayo de luna, (...) que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía las ramas.

Y el final que yo escribí es el siguiente:

Cuando Manrique ve a la mujer, la llama, ésta se para, pero no descubre su rostro tapado con una capucha blanca igual que su vestido de volantes. Manrique observa sus manos que están arrugadas como las de una persona mayor pero, sin embargo, la mujer parece muy joven.
-¿Quién eres? -pregunta la mujer con voz dulce.- ¡Vete, será mejor que no me veas!
-Me llamo Manrique. ¿Por qué no puedo ver tu cara? -le preguntó Manrique desconcertado.
-Soy un monstruo y me escondo aquí para que no me vean.
Manrique se acercó para quitarle la capucha, estaba deseando ver el rostro de la muchacha. Pero cuando se lo quitó, gritó y salió corriendo. La mujer tenía un hocico y unos ojos hermosos que hacían que todo el mundo huyera. Cuando Manrique cruzó el Duero, amaneció y la mujer llegó a su lado sin hocico y con sus manos normales, y le susurró:
-Te lo avisé; esto me pasa las noches de luna llena.
Pero Manrique ya estaba loco.

9 de febrero de 2012

La princesa guerrera


"Érase una vez joven princesa cuyo destino era encontrar a su príncipe azul para casarse con él y ser felices para siempre…." Así era como comenzaba el que había sido su cuento favorito en la infancia. Ahora, con diecisiete años, comprendía por qué entonces le gustaba tanto: sus padres la habían educado en esos ideales.
Sin embargo había crecido y madurado, y ahora aborrecía dichos ideales. Pero era difícil rebelarse contra ellos, ya que su padre no paraba de recibir en palacio a muchos jóvenes apuestos que venían a pedirle la mano de su hija. Hasta ahora la joven princesa había logrado evitar a todos los pretendientes, pero temía enamorarse de alguno y olvidarse de su juramento de no seguir la estúpida costumbre de casarse y ser felices para siempre. Además, el hecho de que su belleza aumentaba cada día más no facilitaba las cosas, ya que cada día llegaban más jóvenes a palacio. Y por otra parte, su padre estaba cada vez más desesperado por casar a su hija, que ya tenía edad suficiente para ello.
Pero Victoria era diferente a las demás jóvenes de su edad. A ella no le interesaban los asuntos propios de una dama. Ella prefería pasarse el día cabalgando a lomos de su caballo blanco y sin ningún tipo de cortejo. Además Victoria tenía una gran personalidad y no le gustaba seguir las tradiciones y costumbres familiares. Ella no quería pasarse el resto de su vida encerrada en un castillo bordando mientras espera a que su marido vuelva de la guerra. Ella quería hacer todo lo que hacían los hombres y despreciaba las labores dedicadas a las doncellas.
La joven solía llevar su cabello rubio oscuro recogido en un complejo moño que dejaba caer sobre sus hombros largos tirabuzones. Su rostro de delicados rasgos estaba demasiado bronceado para el gusto de su madre a causa de su afición a montar a caballo. Sus ojos verdes tenían un brillo especial y su sonrisa de finos labios dejaba ver unos dientes pequeños y blancos perfectamente alineados. Era alta y delgada, y los vestidos que le gustaba usar le dejaban gran parte de la espalda al aire y eran muy escotados, muy a pesar de su padre, quien se empeñaba en que su hija vistiese “más decentemente”. Por otra parte, los vestidos eran ajustados hasta la cintura, donde se abrían hasta los pies. Al estar más morena que el resto de las jóvenes de su entorno, el color blanco le sentaba de maravilla, pero también le quedaba muy bien el rojo y el turquesa, y por esta razón, estos eran los colores que más abundaban en su armario.
El objetivo de Victoria era claro: se convertiría en una princesa guerrera. Y para ello mandó al herrero del castillo que le forjase una espada y una armadura, pidiéndole que guardase el secreto, ya que sus padres nunca lo autorizarían. Por eso, aquel día, después de que su sirvienta más fiel le dijera que el herrero ya había terminado la armadura, Victoria cogió una túnica de color oscuro con capucha para cubrirse con ella, y salió furtivamente del palacio. Recorrió las calles de la ciudad hasta llegar a la herrería. Entró, pero no encontró al herrero, sino a un joven no mucho mayor que ella que trabajaba con la fragua. La muchacha se aseguró de que la puerta quedaba bien cerrada, y cuando el chico levantó la vista, ella preguntó:
-Perdonad, ¿podríais avisar al herrero Manuel de que ya estoy aquí?
-Mi padre ha tenido que salir a hacer unos recados, pero me avisó de que vos llegaríais hoy, alteza —Victoria se sorprendió y miró a todos lados, temiendo que alguien hubiese oído al chico—. No os preocupéis, alteza, nadie nos oye, nadie va a saber que vos habéis venido. Y podéis confiar en mí, mi padre me ha puesto al tanto, y os aseguro que guardaré el secreto hasta la muerte. Ahora esperaos un momento, que voy a buscar lo que vos dejasteis encargado.
Victoria se descubrió el rostro y el muchacho quedó asombrado de la belleza de la joven. Jamás había tenido a la princesa tan cerca. Sin embargo, en seguida reaccionó y salió corriendo a buscar el encargo.
Al rato llegó con una gran caja de madera, la colocó sobre una mesa y Victoria se acercó, para ver su contenido. El muchacho sacó con delicadeza una espada cuya hoja era ancha y dorada, la guarda lucía incrustaciones en rojo, y la empuñadura acolchada con terciopelo azul marino, que enseguida agarraron los finos dedos de Victoria. A continuación, el joven extrajo una armadura dorada y se la tendía a la princesa pidiéndole que se la probara, para comprobar que le quedaba bien. La chica obedeció, y la armadura se ajustaba perfectamente a su cuerpo. El muchacho, aún turbado, sólo pudo balbucir:
-Os queda de maravilla…
-Muchas gracias por el trabajo. Por cierto, le dije a vuestro padre que quería que me recomendase a algún maestro que me pudiese enseñar a manejar la espada. ¿A vos no os ha dicho nada al respecto?
-Sí, alteza. Mi padre considera que yo podría ser un buen maestro para vos, y desde luego, para mí sería un gran honor serviros y enseñaros todo lo que humildemente he aprendido a lo largo de mi vida.
-De acuerdo, seréis mi maestro. Confío en que estéis a la altura.
-Por supuesto, mi señora.
-Por cierto, ¿cómo os llamáis?
-Daniel, para serviros.
-Por favor, dejaros de tantas formalidades, que me recordáis a mi padre y a toda la corte —Daniel trató de reprimir la sonrisa que asomaba a sus labios, pero Victoria lo vio y le devolvió la sonrisa, haciendo que el muchacho se ruborizara.
-Entonces, ¿cuando empezamos nuestras clases? —preguntó la princesa emocionada—. Estoy deseando empezar a aprender a manejar la espada.
-Cuando vos queráis, alteza. Estoy a su entera disposición. Si queréis empezamos mañana.
-De acuerdo, mañana nos vemos al amanecer en el claro que hay junto al río. En el castillo no notarán mi ausencia ya que todas las mañanas salgo a cabalgar por el campo.
-Está bien, allí nos veremos, alteza.
Victoria volvió a cubrirse el rostro y cuando se disponía a salir por la puerta, ésta se abrió, y el corazón de Victoria dio un vuelco. Sin embargo, se trataba del herrero, el padre de Daniel, que al reconocerla dijo:
-Buenos días, Alteza, ¿que os ha parecido la armadura y la espada?
-Están muy bien terminadas, habéis realizado un buen trabajo, muchas gracias por todo.
-¿Ya os ha comentado mi hijo que va a ser vuestro maestro? —Victoria asintió.

Al día siguiente, Victoria se levantó temprano, se arropó con uno de sus elegantes vestidos para no llamar la atención. Bajó a desayunar y después se dirigió a los establos para preparar su caballo. Colocó sobre su lomo una alforja, en la que guardó su nueva armadura y su espada, y salió cabalgando del castillo para dirigirse al río, donde había quedado con Daniel.
Cuando llegó, él ya estaba allí esperándola. Ella bajó del caballo y lo amarró a un árbol. Se acercó al chico, quien cogió su mano y la besó, para asombro de Victoria.
-Por favor, Daniel, ya os dije ayer que no quería que me tratarais así. Estoy harta de que todo el mundo que me trate así —le reprendió ella.
-Lo siento, mi señora.
Y comenzaron sus entrenamientos. Daniel era un hábil espadachín que ya había ganado los dos últimos torneos anuales de la villa, a pesar de su juventud. Por su parte, Victoria era una alumna excelente, que imitaba a la perfección los movimientos de su maestro.

Continuaron con el aprendizaje durante varias semanas, en las que Victoria se levantaba temprano y se dirigía al río, donde ya estaba esperándola Daniel. Cada día Victoria era más experta en el manejo de la espada, y cada día la confianza entre ambos aumentaba.
Para Victoria, los encuentros en el río se habían convertido no sólo en su entrenamiento diario sino en el único momento del día en el que podía huir de la corte, de su padre y de los pretendientes que éste le traía. Se pasaba las horas deseando que llegase el amanecer para salir a reunirse con Daniel, porque el chico le daba la cálida y reconfortante compañía que jamás había recibido. Y además, ver la sonrisa de Daniel era como recibir un vaso de agua en el desierto. El muchacho se había convertido en el principal protagonista de sus sueños y ella temía que se hubiese enamorado de él.
Entretanto, sus padres estaban cada vez más preocupados por ella, ya que se había vuelto ausente y solitaria, y además seguía con su empeño de no querer recibir a los pretendientes.

Un día, de repente, llegó a palacio un heraldo que pedía ver al rey inmediatamente. Sin embargo, éste había salido y no podía recibirle. Por lo tanto, el heraldo entregó su mensaje a la princesa Victoria, ya que era la heredera al trono. Eran malas noticias: al reino vecino le habían declarado la guerra, y le pedía al rey Enrique que lo ayudase, ya que eran aliados desde tiempos inmemorables. Victoria le transmitió el mensaje a su padre en cuanto volvió, y enseguida le pidió que le dejara dirigir uno de los batallones.
-¿Pero estáis loca? —estalló el rey—. Sólo sois una niña. Si hubierais elegido ya a algún pretendiente, lo pondría al frente de un batallón —le reprochó—. Además, no tenéis ni idea de cómo manejar un arma.
-¡Padre, no soy ninguna niña! Ya tengo diecisiete años, y os equivocáis, se perfectamente cómo manejar una espada —respondió Victoria llena de rabia—, he estado aprendiendo por mi cuenta —continuó un poco más calmada.
-¿Que habéis estado aprendiendo por vuestra cuenta? —Victoria asintió con la cabeza.
Siguió un incómodo y largo silencio.
-Victoria —comenzó su padre—, desde que nacisteis supe que erais diferente, y comprendo que no queráis quedaros de brazos cruzados mientras los hombres se juegan la vida, pero esto es una guerra, y no quiero perderos. No podéis morir, vuestra madre jamás me lo perdonaría. Además, sois la heredera y debéis permanecer a salvo.
-Pero…, yo no quiero quedarme aquí. No puedo, padre, ¿lo entendéis? Necesito ir porque necesito aprender lo que es una guerra, si no, ¿cómo pretendéis que algún día gobierne?
Tras una larga pausa, el rey contestó:
-Está bien, Victoria, tenéis razón. Pero primero deberéis mostrarme lo que sabéis hacer con la espada. No pretendo que ataquéis a nadie durante la batalla, pero necesito saber que en caso de peligro sabréis defenderos. Y deberéis jurarme que os mantendréis a salvo en todo momento. No quiero que os suceda nada.
-Muchas gracias, padre —y acto seguido sacó la espada que traía oculta bajo la larga túnica que vestía, y comenzó a hacer gala de los conocimientos aprendidos de Daniel, aunque el vestido que llevaba le impedía dar su cien por cien.
A pesar de todo, su padre se había quedado boquiabierto, y enseguida le pidió a uno de sus soldados que luchara con ella. Para Victoria fue fácil vencerle, y cuando lo hizo, su padre preguntó:
-¿Quién os ha enseñado a luchar así?
-Un chico —contestó con una sonrisa de oreja a oreja.
-¿Significa eso que ya habéis elegido un pretendiente?—inquirió exaltado.
La princesa no sabía qué contestar. No era un pretendiente de los que su padre le había traído, pero quizá…, aunque su familia nunca lo aprobaría, pensó. Sin embargo, se atrevió a pedir una última cosa:
-Padre, me gustaría que ese joven que me ha enseñado a manejar la espada estuviera en el batallón que yo voy a dirigir.
-Por supuesto, hija mía. Aquel que ha conseguido conquistar vuestro corazón se merece un puesto de honor —la chica torció el gesto, el muchacho no había conquistado su corazón… ¿o quizá sí?
De esta forma, Victoria y Daniel se reunieron a las puertas del castillo junto con el resto del ejército. Ella lucía la armadura que el padre de Daniel había forjado para ella meses atrás, y él vestía una armadura realizada especialmente para la ocasión. Juntos se acercaron al rey, y Victoria, con voz temblorosa, le presentó a su acompañante. El monarca se sintió complacido de conocerlo al fin, y le entregó el regalo que le tenía preparado, un caballo de piel negra brillante. Victoria temía el momento en que le preguntase quiénes eran sus padres y dónde vivía. Sin embargo, el rey estaba demasiado preocupado por partir cuanto antes que no le preguntó nada.

Comenzaron la marcha desfilando por las calles de la ciudad, mientras la muchedumbre aplaudía y deseaba suerte a los guerreros, y todos esperaban ansiosos a ver al acompañante de la princesa Victoria, del cual corrían rumores muy diversos. Se decía que era un príncipe venido desde tierras muy lejanas sólo para obtener la mano de la joven princesa. También se oía que era un mago y que había conquistado a su alteza con ayuda de sus artes mágicas. Y más rumores sin fundamento que apenas se acercaban a la realidad.

Tras unas largas jornadas de viaje llegaron a su destino. La guerra comenzó al día siguiente, y al principio había una clara ventaja del ejército enemigo. Sin embargo, a lo largo del día ellos empezaron a perder hombres y comenzaron a desmoralizarse. Con la caída del sol se suspendió la batalla y todo el mundo volvió a sus tiendas. Victoria entró en la suya, agotada, y comenzó a despojarse de la pesada armadura, cuando, de repente, notó una mano sobre su hombro desnudo. Ella se sobresaltó, pero no llegó a gritar porque de reojo vio la sonrisa de Daniel. A su vez ella sonrió y le preguntó:
-¿Cómo habéis entrado? ¿No están los guardias en la puerta?
-Sí, pero me han dejado pasar. ¿No os habré interrumpido, verdad?
-No, no os preocupéis. Me estaba desvistiendo, y es más, necesito ayuda. Ahora me doy cuenta de lo inútil que soy sin mis doncellas.
-¿Por qué no han venido?
-Yo no quería, porque he venido a la guerra, no a pasear —dijo ella sonriendo, mientras él la ayudaba a desabrocharse el corsé que siempre se ponía ella bajo la armadura.
El corazón de Victoria latía con fuerza por la cercanía del joven, pero ella no quería enamorarse. Lo había jurado. Sin embargo, Daniel despertaba en ella sentimientos que jamás había experimentado, y a los que calificaba de amor por lo que le contaban sus jóvenes doncellas cuando le hablaban de sus amantes.
Daniel se interesó por cómo se sentía y por cómo le había ido el primer día de batalla, y estuvieron largo rato hablando sobre la guerra. Victoria le confesó que era más duro de lo que esperaba, y con un suspiro dejó caer su cabeza sobre el hombro de Daniel. Él comenzó a acariciarle el pelo, y luego ella le miró a los ojos intensamente, y él, en un impulso, la besó.

Al día siguiente continuó la batalla. Ésta vez los enemigos comenzaron con desventaja, y pronto los ejércitos de Victoria y el rey Enrique empezaron a ganar terreno. Sin embargo, al llegar la noche aún no había ningún vencedor.
Esa noche Daniel acudió de nuevo a la tienda de Victoria para saber cómo se encontraba, y para ayudarle a quitarse la armadura. Y esa noche el joven le confesó a la princesa sus verdaderos sentimientos por ella, diciéndole que él deseaba casarse con ella, pero al ser un humilde herrero eso no iba a ser posible. Sin embargo, Victoria le dijo que eso a ella no le importaba, y que tampoco le importaba lo que dijese la gente. Y finalmente, le declaró que se casaría con él, porque él llenaba su vida, y porque ahora ya no concebía la vida sin él.
Por fin, al mediodía del tercer día, las tropas enemigas se rindieron, y ambos bandos firmaron un tratado de paz. Las pérdidas no habían sido excesivas y enseguida recogieron el campamento para volver a casa.
En el viaje de vuelta, Victoria habló con su padre y le contó sus intenciones de casarse con Daniel. Su padre, que ya lo había dado por hecho, no se sorprendió lo más mínimo. Sin embargo, cuando Victoria empezó a contarle los humildes orígenes del chico, ya no le pareció tan buena idea. Durante todo el viaje, ella trató de convencerlo de que lo amaba y de que no se iba a casar con ningún otro que no fuera él. También apelaba al hecho de que Daniel le había salvado la vida en una ocasión durante la batalla, evitando que una flecha llegase a su cuerpo, y le dijo que él había demostrado ser un gran guerrero y que no importaban los orígenes. Finalmente, el anciano rey aceptó, pero más porque veía que ya era viejo y que pronto abandonaría este mundo, que por las suplicas de su hija.
De esta forma, cuando llegaron a palacio, habiendo atravesado la ciudad entre una multitud alegre y eufórica que lanzaba flores a los valientes soldados, el rey salió al balcón y acalló a la muchedumbre levantando ambos brazos. Después, con una potente voz, anunció:
-Querido pueblo, hoy es un gran día. Hoy tenemos que celebrar muchas cosas. Una de ellas es que la guerra ha terminado y hemos resultado vencedores. Y lo otro que hoy debemos celebrar es que mi querida hija, la princesa Victoria, la heredera al trono, va a contraer matrimonio dentro de dos meses —mientras decía esto, los dos jóvenes salieron al balcón y, cogidos de la mano, levantaron los brazos.
La noche antes de llegar a la ciudad, el rey decidió nombrar a Daniel Duque de Robles, ya que la batalla en la que le había salvado la vida a su hija se había desarrollado entre robles. Este nombramiento lo realizó para poder decir que su hija se casaba con un noble y no con el hijo de un herrero. Victoria se opuso a este acto, porque ella no quería casarse con el Duque de Robles sino con Daniel. Sin embargo, acabó aceptándolo porque comprendió que si no lo hacía todos los reinos vecinos se volverían en su contra.
-Mis queridos súbditos, os presento a vuestro futuro rey, Daniel, Duque de Robles —continuó el rey Enrique dirigiéndose al gentío, que comenzó a gritar y silbar dando su aprobación al joven que sostenía la mano de la princesa Victoria—. Será un buen rey, como corresponde a un valiente guerrero que no duda en intervenir si la vida de mi querida hija Victoria está en peligro, como ya ha demostrado en la última batalla —y el pueblo estalló en vítores y palmas.

Un poco más tarde, mientras Victoria se desvestía, su fiel sirvienta le preguntó:
-Alteza, ¿vos no habías jurado que jamás os enamoraríais y que jamás le entregaríais vuestro corazón a ningún joven?
-Tenéis razón, yo juré que nunca me enamoraría, pero en ese momento no sabía lo que era el amor. Realmente lo que yo no quería era casarme a la fuerza y por obligación. Pero he conocido a Daniel, que es maravilloso. Ya os contaré todo lo bueno que es conmigo. Y me he enamorado de él, y con él si que me voy a casar, pero me voy a casar porque lo he decidido yo, no mi padre.

Durante los dos meses que siguieron, el palacio era un bullidero de nervios. Todos los criados de palacio corrían de un lado para otro para poner todo a punto para la boda. Había que limpiar todo el palacio, había que decorar los salones en los que se iba a celebrar el banquete, había que cazar los ciervos que se servirían en el comida y había que cocinarlos. También había que limpiar la catedral en la que se iba a celebrar la boda y el párroco debía preparar los discursos de la misa. Por supuesto había que realizar el vestido que luciría ese día la novia, y también el que llevaría el novio. Y por último había que enviar las invitaciones de boda a todas las cortes de los reinos cercanos.
Al fin llegó el gran día, y Victoria no cabía en sí de nervios y de emoción. Al fin iba a contraer matrimonio con el hombre al que amaba.

Ana Molina Ordóñez,
Verano 2010

6 de febrero de 2012

Relato "Día de lluvia"


Qué mejor relato para empezar este blog que uno que hable sobre un entrenamiento durante un día de lluvia.
Este relato lo envié el pasado Octubre al I Certamen de Relatos Cortos "Yo, deportista", convocado por el Instituto Andaluz del Deporte, y fue seleccionado entre los 45 mejores relatos, lo cual a mi hizo mucha ilusión, :P. Lo envié bajo el seudónimo de Motimoli, que es el mote que me pusieron el año pasado mis compañeras de remo.
Así que aquí lo tenéis, espero que os guste. :)

Motimoli
Día de lluvia

Desde la ventana de mi habitación veía la lluvia caer y el viento azotar los árboles. Se escuchaba algún que otro rayo. Abrí la ventana y el olor a tierra mojada inundó mi cuarto.
“¿Y ahora tengo que ir a entrenar…?”, me pregunté, con resignación. Sin embargo, cerré la ventana y me dispuse a cambiarme de ropa, mientras veía como seguía lloviendo sin tener intención alguna de escampar.
“Bueno, si sigue lloviendo así de fuerte, no saldremos a remar. Nos iremos al gimnasio y no se qué haremos”, pensé.

Pero cuando llegué al club, había escampado. El cielo seguía lleno de nubes grises y podía ponerse a llover de nuevo en cualquier momento, pero mi entrenador nos mandó salir al agua. Mis compañeras y yo sacamos los remos de la casa de botes y los colocamos sobre el mojado pontón. Después nos preparamos para salir a remar: nos quitamos la ropa de abrigo, llenamos la botella de agua, etc. Cuando ya estábamos las nueve listas fuimos a donde se guarda el ocho con timonel, y cada una se colocó en su sitio. Lo sacamos de su estantería y nos lo colocamos en el hombro. Poco a poco empezamos a andar hacia afuera, con mucho cuidado de no darle golpes ni a nuestro bote ni a ninguno de los que estaban en sus respectivas estanterías. Llegamos a la puerta de la casa de botes y extremamos la precaución, ya que la puerta es un poco más baja que el techo de la casa de botes. Cuando yo, que iba de proa y por lo tanto era la primera en salir de la casa de botes, ya estaba fuera, me cayó una gota de agua. Miré hacia el cielo y seguía igual que antes. Miré hacia el río, que estaba en calma, completamente plato, como decimos nosotros. Sin embargo, me cayó otra gota. Habíamos seguido andando y ya había otras tres chicas fuera de la casa de botes. Una de ellas comentó:
-¿Está chispeando, no?
-Pues como se ponga a llover de verdad, yo no salgo a remar, ¿eh? -avisó una de las que todavía estaba dentro.
Nuestro entrenador, que estaba por allí, soltó:
-Pero si esto no es “ná”… ¡Anda! Nos os quejéis tanto y al agua ya, que luego os toca remar una regata lloviendo y no sabéis.
-Pues yo prefiero remar así, que el agua está plato, y no un día con un vendaval bestial -dije yo.

Al fin teníamos el barco en el agua, y mientras cada una colocaba su remo en su chumacera, discutíamos quién iba a llevar los botines a la casa de botes para que no se mojasen si se ponía a llover. Nadie quería ir porque al volver había que hacerlo descalza, y nadie quería mojar y manchar sus calcetines. Al final se decidió que tenía que ir la timonel, ya que ella no se tenía que quitar los botines.
Cuando ya estábamos todas con un pie puesto en el bote y el otro en el pontón, la timonel gritó:
-¡Listas, fuera! ¡Fuera! -y nosotras dimos una patada al pontón para alejarnos de él, aunque más de una que no quería que sus calcetines se manchasen no dio la patada, por lo que el bote apenas se separó del pontón y tuvieron que ayudarnos a salir algunos compañeros nuestros que aún estaban en tierra.
La timonel mandó remar a mano, solo moviendo los brazos, para salir de la zona de embarque y llegar a la otra orilla del río. Allí, todas nos dispusimos a acomodarnos, colocando las pedalinas en el lugar correcto, cambiando los clips de la chumacera para regular la altura del remo y moviendo las vías hacia proa o hacia popa.
La timonel preguntaba de vez en cuando si ya estábamos listas. Al rato, las cuatro chicas de popa, es decir, las cuatro que van sentadas más hacia popa y por tanto más cerca del timonel, dijeron que ya estaban listas. Pero las de proa aún no lo estábamos, así que la timonel mandó remar a las cuatro de popa. Como siempre, comenzaron a remar a mano unas veinte paladas, luego pasaron a remar a manos-cuerpo, moviendo los brazos y el cuerpo, otras veinte paladas; después, a medio carro, es decir, utilizando ya las piernas para mover el carro, pero avanzando solo la mitad del recorrido total del carro. Y tras veinte paladas, comenzaron a remar largo, con todo el recorrido posible del carro. Después, la timonel mandó cambiar a la proa, de forma que ahora nosotras hicimos todo ese proceso hasta terminar remando largo. Luego, las ocho juntas volvimos a empezar a remar a mano, luego a manos-cuerpo, después a medio carro, y finalmente, largo.
Ya habíamos avanzado casi dos kilómetros, habiendo llegado a la altura de la Torre del Oro. El bote ya iba avanzando bien, fluido, todas a una, con el sonido de fondo de la timonel gritando pequeños detalles técnicos que debíamos mejorar, a pesar de que las ocho íbamos perfectamente acopladas y el barco andaba prácticamente solo, sin apenas esfuerzo. Ese día todo iba de maravilla, seguramente porque el agua estaba realmente tranquila, sin olas de ningún tipo y sin nadie navegando por él, solo nosotros, los remeros.
Aún no llovía cuando llegamos al Puente de Triana, pero poco antes de llegar al del Cachorro comenzó a chispear cada vez más fuerte. Algunas de mis compañeras se quejaron y propusieron volver e irnos a los ergómetros a terminar el entreno. Pero la mayoría queríamos seguir porque, si no, nuestro entrenador se enfadaría, y además, tan solo era agua lo que nos caía.
Tras esa pequeña discusión, volvió a reinar el silencio, roto tan solo por el chasquido de los remos entrando en el agua, uno solo “chac” que producían los ocho remos atacando a la vez.
Pero en ese momento el silencio se rompió, además, por el ruido de la motora del entrenador que se acercaba a toda velocidad a nosotras. Estoy segura de que a todas se nos pasó por la mente que venía a decirnos que diésemos la vuelta y entrásemos al club, porque todas, en el fondo, los estábamos deseando. Las frías gotas nos martilleaban el cuello y las manos, mientras que la ropa que llevábamos encima estaba empapada, y nos caían gotas del pelo, igualmente empapado. La pobre timonel era la que peor lo debía de estar pasando porque ella estaba completamente quieta, a pesar de que era la que más abrigada iba y la única con chubasquero.
Sin embargo, David no nos dijo nada de entrar. Se limitó a ponerse a nuestro lado y seguir nuestro ritmo mientras nos gritaba:
-¡Ese ataque a una! ¡No espero a nadie! ¡Llegamos y atacamos! ¡Eso es!
Nos siguió durante tres kilómetros, ya que ese día, al estar lloviendo, había bastante gente que había faltado al entreno, por lo que había menos botes a los que seguir y se podía dedicar más tiempo a nosotras. Eso estaba bien porque aún teníamos que mejorar muchos aspectos.
Para eso David nos mandó hacer algunos ejercicios técnicos, para mejorar ciertos movimientos. Durante los ejercicios el bote iba más lento y la lluvia se notaba más. En uno de los ejercicios, nos pidió que lo hiciera primero la popa, luego la proa, y luego todas juntas. Y así lo hicimos; pero, cuando nos tocaba estar paradas, el frío aumentaba. David se debió de dar cuenta de que nos poníamos a tiritar cuando no remábamos, porque una vez que terminamos ese ejercicio ya no nos mandó ninguno en el que nos tuviéramos que quedar paradas un rato.

Al cabo de dos kilómetros con David al lado gritando, yo ya estaba harta de él, y deseaba que se fuese de una vez por todas. Sin embargo, seguía ahí, gritándome:
-¡Largo, Ana, largo! ¡Es muy importante que vayas largo! ¡Más largo, Ana, más largo! ¡Y ataque, ataque todas! ¡A una el ataque, que se escuche un solo “chac”! ¡Eso es, que ya lo tenemos! ¡Sin subir la pala en el ataque, cerca del agua! ¡Un solo tirón atrás de piernas, saltamos de la pedalina! ¡Como una repetición de sentadilla! ¡Rápidas las piernas abajo! ¡Velocidad en la pasada! ¡Y sacamos la pala vertical del agua, que no se nos olvide!
Su voz me agujereaba los oídos, ya no podía más. Iba muerta y él me pedía más piernas. “Por favor, vete ya… No puedo más…”, era lo único que se me pasaba por la mente. Pero luego intentaba apartar esos pensamientos de mi cabeza y me decía: “¡No, Ana! Sí que puedes, claro que puedes; he aguantado cosas peores.”.
“Tengo mucho frío… No aguanto más…”.
“¿Frío, Ana, frío”? ¿Acaso no te acuerdas ya de aquella regata en Vegadeo? Claro que me acuerdo, eso sí que era frío, no como ahora. El frío es psicológico. No tengo frío, esto no es frío”.
“Pero es que no siento las manos…, las tengo congeladas…, y encima David no deja de gritarme que vaya largo. ¡No puedo ir más largo, no con este frío! Que se ponga él a remar, a ver qué dice”.
“Venga, Ana, que no es para tanto, que soy capaz de aguantar esto y mucho más. Que eres muy fuerte, que tú soportas todo lo que te pongan por delante. ¿O vas a dejar que las demás piensen que eres una débil? Ellas deben de ir peor que yo, porque tu eres la más fuerte, tú eres la mejor del equipo. La mejor, Ana, ¡la mejor! Y no lo digo yo misma, te lo ha dicho David mil veces, y los hechos lo demuestran. Les ganas en todos los tests. Así que ahora no vas a ser tú la débil del equipo, porque tú no eres débil. ¡Yo soy fuerte!”
Por mi mente se pasaban todos estos pensamientos y cuando me convencí de que yo era fuerte, la motora de David se frenó y dio la vuelta, siguiendo a otro bote que iba en dirección contraria. Además, me di cuenta, de que ya apenas llovía.
“Venga Ana, que ya se ha ido, ahora ya no te va a martillear la cabeza, y ya solo queda un kilómetro para dar la vuelta y beber agua. Por fin. Y además, ya casi no llueve. Venga, que esto ya está hecho, que lo peor ya ha pasado”.

Ese kilómetro pasó bastante rápido. Cuando yo pensé que realmente ya no podría dar ni una sola palada más, se escuchó la voz de la timonel por encima del leve sonido de las gotas de lluvia cayendo sobre el río, como un vaso de agua en medio del desierto, como una hoguera en medio de un páramo de hielo, diciendo:
-¡En dos, fuera!
Una palada.
Otra palada.
-¡Fuera!
Y todas a una paramos nuestros brazos en el mismo lugar, dejando caer los remos sobre el agua. Poco a poco, el bote se fue frenando, y entonces la timonel mandó clavar a las babores y remar a las estribores, para así dar la vuelta.
Parecía que ese momento no iba a llegar nunca, pero llegó.
Suspiré, estaba muerta.
Busqué mi botella de agua y me dispuse a beber, cuando, de repente, sonó un trueno, amenazadoramente cerca, y vimos como una cortina de agua bien tupida se acercaba a nosotras demasiado rápido. Se escucharon gritos de mis compañeras:
-¡Venga, vamos! ¡Qué nos mojamos!
-¡Corre! ¡Deja de beber agua y vámonos!
-¡Venga, va, que ya estoy más o menos seca y no quiero volver a mojarme!
-¡Pero vámonos de una vez por todas!
-¡Listo avante! -acalló la timonel- ¡¡Avante!!
Y comenzamos a remar de nuevo.

Una parte de mi ser prefería haberse quedado allí y mojarse. Sin embargo, la fugaz parada me había descansado un poco, lo suficiente para seguir con más fuerzas que antes. Además, ahora por mi mente pasaba el pensamiento de que ya quedaba menos de lo que llevábamos.
Sin embargo, la lluvia acabó alcanzándonos. Pero lo cierto es que a mi ya me daba igual. Ya estaba empapada, aunque era verdad que la ropa ya se había secado un poco. Pero yo sabía que tenía ropa seca en mi mochila, y en cuanto terminase el entreno saldría corriendo camino de la ducha.
Seguíamos remando, desafiando a la lluvia y el viento, que ahora soplaba en contra. Nos quedaban siete kilómetros, viento en contra. Pero yo no me desanimé porque ya íbamos de vuelta, ya solo quedaba volver.
Dejó de llover y David nos volvió a seguir cuando ya sólo nos quedaban apenas tres kilómetros, a la altura del Puente del Cachorro, pero esta vez le soporté mucho mejor.
La lluvia volvió a arreciar poco antes de llegar al puente de Triana, donde las pocas personas que paseaban por él nos miraban con cara de decir “Esta gente está loca”, mientras corría huyendo hacia un techo bajo el que refugiarse. Sonreí al ver la expresión de sus rostros, porque sí que era cierto que estábamos locas. Todos los remeros lo estamos un poco porque anteponemos el remo a cualquier cosa; el remo es nuestra vida, sin él nos moriríamos; y salimos a remar siempre, ya haga 40ºC y un sol abrasador, o 5ºC y una lluvia extremadamente fría.
Al fin llegamos al club y, gracias a Dios, ya no llovía. Hicimos la maniobra para entrar en el pontón y en cuanto la timonel se bajó del bote, fue corriendo a buscar nuestros botines, que aguardaban, bien secos, en la casa de botes. Acto seguido, cogimos el bote entre las ocho y lo guardamos en su sitio.
Luego, tras comentar con mis compañeras de bote y con mi entrenador cómo había ido el entreno, compartiendo diferentes sensaciones y opinando sobre qué pensábamos que había que mejorar, nos fuimos todas juntas a los vestuarios para darnos una buena ducha de agua caliente, que a mi me sentó de maravilla. Estuve un largo rato bajo el chorro, disfrutando de esa sensación de calor, tan necesaria después de haber pasado tanto frío en el río.
Al terminar, me despedí de ellas hasta el día siguiente, y salí de mi club envuelta en un chubasquero, bajo un paraguas verde y con la mochila a la espalda, y comencé a andar hacia mi casa.

En cuanto alcancé mi cuarto me dejé caer pesadamente sobre el mullido colchón de mi cama. Cerré los ojos y pensé quedarme así, en esa misma posición, hasta que mi madre me avisase para comer.
Sin embargo, apenas unos segundos después de cerrar los ojos, me sobresaltó el lejano sonido de la melodía de mi móvil. En un principio no tenía intención de cogerlo, estaba demasiado cansada para ir a buscarlo. Pero no paraba de sonar, así que me vi obligada a levantarme y rebuscar en mi mochila, que había quedado abandonada en un rincón de mi habitación, hasta que di con el móvil y vi en la pantalla el nombre de mi mejor amiga de la facultad. Así que lo cogí:
-¿Sí? -contesté con voz cansada.
-¡Ana! ¿Te apetece venirte esta noche a una discoteca? La entrada cuesta veinte euros y para las chicas hay barra libre. ¿Te quieres venir?
-¿Esta noche? Uff… no sé, estoy reventada…
-¡Venga, Ana! Vente, que vamos a ir toda la clase.
-¿Pero hasta qué hora sería eso?
-No sé, hasta la que tu quieras. La entrada es a partir de las once.
-Pero es que no voy a pagar una entrada de veinte euros para estar solo un par de horas. Porque entre que se entra y no, son las doce, y a mi me gustaría estar en mi casa antes de las dos y media, como muy tarde, que mañana tengo entreno a las nueve, y además hay series.
-Pero por un día no pasa nada, ¿no? ¡Anda! ¡Vente! No seas tonta, que nos lo vamos a pasar muy bien. Que nunca vienes cuando quedamos, siempre pones la excusa del remo…
-Ya lo se que nunca voy, pero es que el entrenamiento de mañana es muy importante y… No sé… No debo faltar mañana. Es que tenemos una regata dentro dos semanas y no podemos perder entrenamientos, porque si no…
-Si yo lo entiendo pero es que siempre es la misma historia. Yo se que para ti el remo es tu vida, pero también deberías salir y divertirte. ¡Tanto remo no puede ser bueno!
-Ya… si el remo es una droga… -dije yo, riéndome,- en cuento lo pruebas yo no puedes dejar de remar.
-Y una secta, también; os lavan el cerebro -contesto ella, también riendo.- Entonces no te vienes, ¿no?
-No, lo siento, pero no puedo. No ahora. Ya sabes que en verano puedo quedar todo lo que tu quieras. Pero ahora no puedo. Lo siento.
-Bueno, no pasa nada. Otro día será… Pero recuerdame que para la próxima vez que me eche una amiga, me asegure antes de que no sea remera, ni piragüista, ni deportista de ningún tipo -dijo ella, bromeando.
Cada vez que mis amigos de clase me proponían un plan para salir, siempre me pasaba lo mismo. Nunca iba por que al día siguiente tenía que entrenar. Pero otras veces pensaba que a lo mejor debería no darle tanta importancia al remo y salir un poco más. Sin embargo, no podía. Algo en mi interior me lo impedía. Además, ese año quería intentar ir al equipo nacional y eso era algo demasiado difícil como para permitirme el lujo de perder entrenamientos por una noche de fiesta.
Mis compañeros de clase no me entendían. No sabían cómo podía no salir, y además madrugar todos los fines de semana para pasar frío y sufrir sobre el agua. Pero para mi era lo era todo. Me había criado en el río, entre remos y barcos, y desde muy pequeña había aprendido a hacer del remo mi vida. No en vano, mi padre había sido también remero y ahora era entrenador. Mis compañeros de remo me decían que yo había nacido remando, y prácticamente, era verdad.
Y es que el remo me da miles de cosas, que no cambiaría por nada del mundo.

5 de febrero de 2012

Mi primer blog!

Por fin terminé los exámenes de Febrero y he tenido un día y medio de "vacaciones", ya que mañana empiezo las clases del 2º cuatrimestre. Así que ya he tenido el tiempo suficiente para crearme este blog, que ya llevaba tiempo entre mis asuntos pendientes. 
En este blog voy a intentar sintetizar mis dos pasiones, que son el remo y la literatura. De forma que colgaré todos mis relatos, los que he escrito hasta ahora y los que vaya escribiendo, además de algunas reseñas de los libros que me lea, y también contaré las regatas en las que participe.
Espero que todo aquel que me siga disfrute con mis entradas :)