"Érase una vez joven princesa cuyo
destino era encontrar a su príncipe azul para casarse con él y ser
felices para siempre…." Así era como comenzaba el que había
sido su cuento favorito en la infancia. Ahora, con diecisiete años,
comprendía por qué entonces le gustaba tanto: sus padres la habían
educado en esos ideales.
Sin embargo había crecido y madurado,
y ahora aborrecía dichos ideales. Pero era difícil rebelarse contra
ellos, ya que su padre no paraba de recibir en palacio a muchos
jóvenes apuestos que venían a pedirle la mano de su hija. Hasta
ahora la joven princesa había logrado evitar a todos los
pretendientes, pero temía enamorarse de alguno y olvidarse de su
juramento de no seguir la estúpida costumbre de casarse y ser
felices para siempre. Además, el hecho de que su belleza aumentaba
cada día más no facilitaba las cosas, ya que cada día llegaban más
jóvenes a palacio. Y por otra parte, su padre estaba cada vez más
desesperado por casar a su hija, que ya tenía edad suficiente para
ello.
Pero Victoria era diferente a las demás
jóvenes de su edad. A ella no le interesaban los asuntos propios de
una dama. Ella prefería pasarse el día cabalgando a lomos de su
caballo blanco y sin ningún tipo de cortejo. Además Victoria tenía
una gran personalidad y no le gustaba seguir las tradiciones y
costumbres familiares. Ella no quería pasarse el resto de su vida
encerrada en un castillo bordando mientras espera a que su marido
vuelva de la guerra. Ella quería hacer todo lo que hacían los
hombres y despreciaba las labores dedicadas a las doncellas.
La joven solía llevar su cabello rubio
oscuro recogido en un complejo moño que dejaba caer sobre sus
hombros largos tirabuzones. Su rostro de delicados rasgos estaba
demasiado bronceado para el gusto de su madre a causa de su afición
a montar a caballo. Sus ojos verdes tenían un brillo especial y su
sonrisa de finos labios dejaba ver unos dientes pequeños y blancos
perfectamente alineados. Era alta y delgada, y los vestidos que le
gustaba usar le dejaban gran parte de la espalda al aire y eran muy
escotados, muy a pesar de su padre, quien se empeñaba en que su hija
vistiese “más decentemente”. Por otra parte, los vestidos eran
ajustados hasta la cintura, donde se abrían hasta los pies. Al estar
más morena que el resto de las jóvenes de su entorno, el color
blanco le sentaba de maravilla, pero también le quedaba muy bien el
rojo y el turquesa, y por esta razón, estos eran los colores que más
abundaban en su armario.
El objetivo de Victoria era claro: se
convertiría en una princesa guerrera. Y para ello mandó al herrero
del castillo que le forjase una espada y una armadura, pidiéndole
que guardase el secreto, ya que sus padres nunca lo autorizarían.
Por eso, aquel día, después de que su sirvienta más fiel le dijera
que el herrero ya había terminado la armadura, Victoria cogió una
túnica de color oscuro con capucha para cubrirse con ella, y salió
furtivamente del palacio. Recorrió las calles de la ciudad hasta
llegar a la herrería. Entró, pero no encontró al herrero, sino a
un joven no mucho mayor que ella que trabajaba con la fragua. La
muchacha se aseguró de que la puerta quedaba bien cerrada, y cuando
el chico levantó la vista, ella preguntó:
-Perdonad, ¿podríais avisar al
herrero Manuel de que ya estoy aquí?
-Mi padre ha tenido que salir a hacer
unos recados, pero me avisó de que vos llegaríais hoy, alteza
—Victoria se sorprendió y miró a todos lados, temiendo que
alguien hubiese oído al chico—. No os preocupéis, alteza, nadie
nos oye, nadie va a saber que vos habéis venido. Y podéis confiar
en mí, mi padre me ha puesto al tanto, y os aseguro que guardaré el
secreto hasta la muerte. Ahora esperaos un momento, que voy a buscar
lo que vos dejasteis encargado.
Victoria se descubrió el rostro y el
muchacho quedó asombrado de la belleza de la joven. Jamás había
tenido a la princesa tan cerca. Sin embargo, en seguida reaccionó y
salió corriendo a buscar el encargo.
Al rato llegó con una gran caja de
madera, la colocó sobre una mesa y Victoria se acercó, para ver su
contenido. El muchacho sacó con delicadeza una espada cuya hoja era
ancha y dorada, la guarda lucía incrustaciones en rojo, y la
empuñadura acolchada con terciopelo azul marino, que enseguida
agarraron los finos dedos de Victoria. A continuación, el joven
extrajo una armadura dorada y se la tendía a la princesa pidiéndole
que se la probara, para comprobar que le quedaba bien. La chica
obedeció, y la armadura se ajustaba perfectamente a su cuerpo. El
muchacho, aún turbado, sólo pudo balbucir:
-Os queda de maravilla…
-Muchas gracias por el trabajo. Por
cierto, le dije a vuestro padre que quería que me recomendase a
algún maestro que me pudiese enseñar a manejar la espada. ¿A vos
no os ha dicho nada al respecto?
-Sí, alteza. Mi padre considera que yo
podría ser un buen maestro para vos, y desde luego, para mí sería
un gran honor serviros y enseñaros todo lo que humildemente he
aprendido a lo largo de mi vida.
-De acuerdo, seréis mi maestro. Confío
en que estéis a la altura.
-Por supuesto, mi señora.
-Por cierto, ¿cómo os llamáis?
-Daniel, para serviros.
-Por favor, dejaros de tantas
formalidades, que me recordáis a mi padre y a toda la corte —Daniel
trató de reprimir la sonrisa que asomaba a sus labios, pero Victoria
lo vio y le devolvió la sonrisa, haciendo que el muchacho se
ruborizara.
-Entonces, ¿cuando empezamos nuestras
clases? —preguntó la princesa emocionada—. Estoy deseando
empezar a aprender a manejar la espada.
-Cuando vos queráis, alteza. Estoy a
su entera disposición. Si queréis empezamos mañana.
-De acuerdo, mañana nos vemos al
amanecer en el claro que hay junto al río. En el castillo no notarán
mi ausencia ya que todas las mañanas salgo a cabalgar por el campo.
-Está bien, allí nos veremos, alteza.
Victoria volvió a cubrirse el rostro y
cuando se disponía a salir por la puerta, ésta se abrió, y el
corazón de Victoria dio un vuelco. Sin embargo, se trataba del
herrero, el padre de Daniel, que al reconocerla dijo:
-Buenos días, Alteza, ¿que os ha
parecido la armadura y la espada?
-Están muy bien terminadas, habéis
realizado un buen trabajo, muchas gracias por todo.
-¿Ya os ha comentado mi hijo que va a
ser vuestro maestro? —Victoria asintió.
Al día siguiente, Victoria se levantó
temprano, se arropó con uno de sus elegantes vestidos para no llamar
la atención. Bajó a desayunar y después se dirigió a los establos
para preparar su caballo. Colocó sobre su lomo una alforja, en la
que guardó su nueva armadura y su espada, y salió cabalgando del
castillo para dirigirse al río, donde había quedado con Daniel.
Cuando llegó, él ya estaba allí
esperándola. Ella bajó del caballo y lo amarró a un árbol. Se
acercó al chico, quien cogió su mano y la besó, para asombro de
Victoria.
-Por favor, Daniel, ya os dije ayer que
no quería que me tratarais así. Estoy harta de que todo el mundo
que me trate así —le reprendió ella.
-Lo siento, mi señora.
Y comenzaron sus entrenamientos. Daniel
era un hábil espadachín que ya había ganado los dos últimos
torneos anuales de la villa, a pesar de su juventud. Por su parte,
Victoria era una alumna excelente, que imitaba a la perfección los
movimientos de su maestro.
Continuaron con el aprendizaje durante
varias semanas, en las que Victoria se levantaba temprano y se
dirigía al río, donde ya estaba esperándola Daniel. Cada día
Victoria era más experta en el manejo de la espada, y cada día la
confianza entre ambos aumentaba.
Para Victoria, los encuentros en el río
se habían convertido no sólo en su entrenamiento diario sino en el
único momento del día en el que podía huir de la corte, de su
padre y de los pretendientes que éste le traía. Se pasaba las horas
deseando que llegase el amanecer para salir a reunirse con Daniel,
porque el chico le daba la cálida y reconfortante compañía que
jamás había recibido. Y además, ver la sonrisa de Daniel era como
recibir un vaso de agua en el desierto. El muchacho se había
convertido en el principal protagonista de sus sueños y ella temía
que se hubiese enamorado de él.
Entretanto, sus padres estaban cada vez
más preocupados por ella, ya que se había vuelto ausente y
solitaria, y además seguía con su empeño de no querer recibir a
los pretendientes.
Un día, de repente, llegó a palacio
un heraldo que pedía ver al rey inmediatamente. Sin embargo, éste
había salido y no podía recibirle. Por lo tanto, el heraldo entregó
su mensaje a la princesa Victoria, ya que era la heredera al trono.
Eran malas noticias: al reino vecino le habían declarado la guerra,
y le pedía al rey Enrique que lo ayudase, ya que eran aliados desde
tiempos inmemorables. Victoria le transmitió el mensaje a su padre
en cuanto volvió, y enseguida le pidió que le dejara dirigir uno de
los batallones.
-¿Pero estáis loca? —estalló el
rey—. Sólo sois una niña. Si hubierais elegido ya a algún
pretendiente, lo pondría al frente de un batallón —le reprochó—.
Además, no tenéis ni idea de cómo manejar un arma.
-¡Padre, no soy ninguna niña! Ya
tengo diecisiete años, y os equivocáis, se perfectamente cómo
manejar una espada —respondió Victoria llena de rabia—, he
estado aprendiendo por mi cuenta —continuó un poco más calmada.
-¿Que habéis estado aprendiendo por
vuestra cuenta? —Victoria asintió con la cabeza.
Siguió un incómodo y largo silencio.
-Victoria —comenzó su padre—,
desde que nacisteis supe que erais diferente, y comprendo que no
queráis quedaros de brazos cruzados mientras los hombres se juegan
la vida, pero esto es una guerra, y no quiero perderos. No podéis
morir, vuestra madre jamás me lo perdonaría. Además, sois la
heredera y debéis permanecer a salvo.
-Pero…, yo no quiero quedarme aquí.
No puedo, padre, ¿lo entendéis? Necesito ir porque necesito
aprender lo que es una guerra, si no, ¿cómo pretendéis que algún
día gobierne?
Tras una larga pausa, el rey contestó:
-Está bien, Victoria, tenéis razón.
Pero primero deberéis mostrarme lo que sabéis hacer con la espada.
No pretendo que ataquéis a nadie durante la batalla, pero necesito
saber que en caso de peligro sabréis defenderos. Y deberéis jurarme
que os mantendréis a salvo en todo momento. No quiero que os suceda
nada.
-Muchas gracias, padre —y acto
seguido sacó la espada que traía oculta bajo la larga túnica que
vestía, y comenzó a hacer gala de los conocimientos aprendidos de
Daniel, aunque el vestido que llevaba le impedía dar su cien por
cien.
A pesar de todo, su padre se había
quedado boquiabierto, y enseguida le pidió a uno de sus soldados que
luchara con ella. Para Victoria fue fácil vencerle, y cuando lo
hizo, su padre preguntó:
-¿Quién os ha enseñado a luchar así?
-Un chico —contestó con una sonrisa
de oreja a oreja.
-¿Significa eso que ya habéis elegido
un pretendiente?—inquirió exaltado.
La princesa no sabía qué contestar.
No era un pretendiente de los que su padre le había traído, pero
quizá…, aunque su familia nunca lo aprobaría, pensó. Sin
embargo, se atrevió a pedir una última cosa:
-Padre, me gustaría que ese joven que
me ha enseñado a manejar la espada estuviera en el batallón que yo
voy a dirigir.
-Por supuesto, hija mía. Aquel que ha
conseguido conquistar vuestro corazón se merece un puesto de honor
—la chica torció el gesto, el muchacho no había conquistado su
corazón… ¿o quizá sí?
De esta forma, Victoria y Daniel se
reunieron a las puertas del castillo junto con el resto del ejército.
Ella lucía la armadura que el padre de Daniel había forjado para
ella meses atrás, y él vestía una armadura realizada especialmente
para la ocasión. Juntos se acercaron al rey, y Victoria, con voz
temblorosa, le presentó a su acompañante. El monarca se sintió
complacido de conocerlo al fin, y le entregó el regalo que le tenía
preparado, un caballo de piel negra brillante. Victoria temía el
momento en que le preguntase quiénes eran sus padres y dónde vivía.
Sin embargo, el rey estaba demasiado preocupado por partir cuanto
antes que no le preguntó nada.
Comenzaron la marcha desfilando por las
calles de la ciudad, mientras la muchedumbre aplaudía y deseaba
suerte a los guerreros, y todos esperaban ansiosos a ver al
acompañante de la princesa Victoria, del cual corrían rumores muy
diversos. Se decía que era un príncipe venido desde tierras muy
lejanas sólo para obtener la mano de la joven princesa. También se
oía que era un mago y que había conquistado a su alteza con ayuda
de sus artes mágicas. Y más rumores sin fundamento que apenas se
acercaban a la realidad.
Tras unas largas jornadas de viaje
llegaron a su destino. La guerra comenzó al día siguiente, y al
principio había una clara ventaja del ejército enemigo. Sin
embargo, a lo largo del día ellos empezaron a perder hombres y
comenzaron a desmoralizarse. Con la caída del sol se suspendió la
batalla y todo el mundo volvió a sus tiendas. Victoria entró en la
suya, agotada, y comenzó a despojarse de la pesada armadura, cuando,
de repente, notó una mano sobre su hombro desnudo. Ella se
sobresaltó, pero no llegó a gritar porque de reojo vio la sonrisa
de Daniel. A su vez ella sonrió y le preguntó:
-¿Cómo habéis entrado? ¿No están
los guardias en la puerta?
-Sí, pero me han dejado pasar. ¿No os
habré interrumpido, verdad?
-No, no os preocupéis. Me estaba
desvistiendo, y es más, necesito ayuda. Ahora me doy cuenta de lo
inútil que soy sin mis doncellas.
-¿Por qué no han venido?
-Yo no quería, porque he venido a la
guerra, no a pasear —dijo ella sonriendo, mientras él la ayudaba a
desabrocharse el corsé que siempre se ponía ella bajo la armadura.
El corazón de Victoria latía con
fuerza por la cercanía del joven, pero ella no quería enamorarse.
Lo había jurado. Sin embargo, Daniel despertaba en ella sentimientos
que jamás había experimentado, y a los que calificaba de amor por
lo que le contaban sus jóvenes doncellas cuando le hablaban de sus
amantes.
Daniel se interesó por cómo se sentía
y por cómo le había ido el primer día de batalla, y estuvieron
largo rato hablando sobre la guerra. Victoria le confesó que era más
duro de lo que esperaba, y con un suspiro dejó caer su cabeza sobre
el hombro de Daniel. Él comenzó a acariciarle el pelo, y luego ella
le miró a los ojos intensamente, y él, en un impulso, la besó.
Al día siguiente continuó la batalla.
Ésta vez los enemigos comenzaron con desventaja, y pronto los
ejércitos de Victoria y el rey Enrique empezaron a ganar terreno.
Sin embargo, al llegar la noche aún no había ningún vencedor.
Esa noche Daniel acudió de nuevo a la
tienda de Victoria para saber cómo se encontraba, y para ayudarle a
quitarse la armadura. Y esa noche el joven le confesó a la princesa
sus verdaderos sentimientos por ella, diciéndole que él deseaba
casarse con ella, pero al ser un humilde herrero eso no iba a ser
posible. Sin embargo, Victoria le dijo que eso a ella no le
importaba, y que tampoco le importaba lo que dijese la gente. Y
finalmente, le declaró que se casaría con él, porque él llenaba
su vida, y porque ahora ya no concebía la vida sin él.
Por fin, al mediodía del tercer día,
las tropas enemigas se rindieron, y ambos bandos firmaron un tratado
de paz. Las pérdidas no habían sido excesivas y enseguida
recogieron el campamento para volver a casa.
En el viaje de vuelta, Victoria habló
con su padre y le contó sus intenciones de casarse con Daniel. Su
padre, que ya lo había dado por hecho, no se sorprendió lo más
mínimo. Sin embargo, cuando Victoria empezó a contarle los humildes
orígenes del chico, ya no le pareció tan buena idea. Durante todo
el viaje, ella trató de convencerlo de que lo amaba y de que no se iba
a casar con ningún otro que no fuera él. También apelaba al hecho
de que Daniel le había salvado la vida en una ocasión durante la
batalla, evitando que una flecha llegase a su cuerpo, y le dijo que
él había demostrado ser un gran guerrero y que no importaban los
orígenes. Finalmente, el anciano rey aceptó, pero más porque veía
que ya era viejo y que pronto abandonaría este mundo, que por las
suplicas de su hija.
De esta forma, cuando llegaron a
palacio, habiendo atravesado la ciudad entre una multitud alegre y
eufórica que lanzaba flores a los valientes soldados, el rey salió
al balcón y acalló a la muchedumbre levantando ambos brazos.
Después, con una potente voz, anunció:
-Querido pueblo, hoy es un gran día.
Hoy tenemos que celebrar muchas cosas. Una de ellas es que la guerra
ha terminado y hemos resultado vencedores. Y lo otro que hoy debemos
celebrar es que mi querida hija, la princesa Victoria, la heredera al
trono, va a contraer matrimonio dentro de dos meses —mientras decía
esto, los dos jóvenes salieron al balcón y, cogidos de la mano,
levantaron los brazos.
La noche antes de llegar a la ciudad,
el rey decidió nombrar a Daniel Duque de Robles, ya que la batalla
en la que le había salvado la vida a su hija se había desarrollado
entre robles. Este nombramiento lo realizó para poder decir que su
hija se casaba con un noble y no con el hijo de un herrero. Victoria
se opuso a este acto, porque ella no quería casarse con el Duque de
Robles sino con Daniel. Sin embargo, acabó aceptándolo porque
comprendió que si no lo hacía todos los reinos vecinos se volverían
en su contra.
-Mis queridos súbditos, os presento a
vuestro futuro rey, Daniel, Duque de Robles —continuó el rey
Enrique dirigiéndose al gentío, que comenzó a gritar y silbar
dando su aprobación al joven que sostenía la mano de la princesa
Victoria—. Será un buen rey, como corresponde a un valiente
guerrero que no duda en intervenir si la vida de mi querida hija
Victoria está en peligro, como ya ha demostrado en la última
batalla —y el pueblo estalló en vítores y palmas.
Un poco más tarde, mientras Victoria
se desvestía, su fiel sirvienta le preguntó:
-Alteza, ¿vos no habías jurado que
jamás os enamoraríais y que jamás le entregaríais vuestro corazón
a ningún joven?
-Tenéis razón, yo juré que nunca me
enamoraría, pero en ese momento no sabía lo que era el amor.
Realmente lo que yo no quería era casarme a la fuerza y por
obligación. Pero he conocido a Daniel, que es maravilloso. Ya os
contaré todo lo bueno que es conmigo. Y me he enamorado de él, y
con él si que me voy a casar, pero me voy a casar porque lo he
decidido yo, no mi padre.
Durante los dos meses que siguieron, el
palacio era un bullidero de nervios. Todos los criados de palacio
corrían de un lado para otro para poner todo a punto para la boda.
Había que limpiar todo el palacio, había que decorar los salones en
los que se iba a celebrar el banquete, había que cazar los ciervos
que se servirían en el comida y había que cocinarlos. También
había que limpiar la catedral en la que se iba a celebrar la boda y
el párroco debía preparar los discursos de la misa. Por supuesto
había que realizar el vestido que luciría ese día la novia, y
también el que llevaría el novio. Y por último había que enviar
las invitaciones de boda a todas las cortes de los reinos cercanos.
Al fin llegó el gran día, y Victoria
no cabía en sí de nervios y de emoción. Al fin iba a contraer
matrimonio con el hombre al que amaba.
Ana Molina Ordóñez,
Verano 2010
No hay comentarios:
Publicar un comentario