Qué mejor relato para empezar este blog que uno que hable sobre un entrenamiento durante un día de lluvia.
Este relato lo envié el pasado Octubre al I Certamen de Relatos Cortos "Yo, deportista", convocado por el Instituto Andaluz del Deporte, y fue seleccionado entre los 45 mejores relatos, lo cual a mi hizo mucha ilusión, :P. Lo envié bajo el seudónimo de Motimoli, que es el mote que me pusieron el año pasado mis compañeras de remo.
Así que aquí lo tenéis, espero que os guste. :)
Motimoli
Día
de lluvia
Desde la ventana de mi
habitación veía la lluvia caer y el viento azotar los árboles. Se
escuchaba algún que otro rayo. Abrí la ventana y el olor a tierra
mojada inundó mi cuarto.
“¿Y ahora tengo que
ir a entrenar…?”, me pregunté, con resignación. Sin embargo,
cerré la ventana y me dispuse a cambiarme de ropa, mientras veía
como seguía lloviendo sin tener intención alguna de escampar.
“Bueno, si sigue
lloviendo así de fuerte, no saldremos a remar. Nos iremos al
gimnasio y no se qué haremos”, pensé.
Pero cuando llegué al
club, había escampado. El cielo seguía lleno de nubes grises y
podía ponerse a llover de nuevo en cualquier momento, pero mi
entrenador nos mandó salir al agua. Mis compañeras y yo sacamos los
remos de la casa de botes y los colocamos sobre el mojado pontón.
Después nos preparamos para salir a remar: nos quitamos la ropa de
abrigo, llenamos la botella de agua, etc. Cuando ya estábamos las
nueve listas fuimos a donde se guarda el ocho con timonel, y cada una
se colocó en su sitio. Lo sacamos de su estantería y nos lo
colocamos en el hombro. Poco a poco empezamos a andar hacia afuera,
con mucho cuidado de no darle golpes ni a nuestro bote ni a ninguno
de los que estaban en sus respectivas estanterías. Llegamos a la
puerta de la casa de botes y extremamos la precaución, ya que la
puerta es un poco más baja que el techo de la casa de botes. Cuando
yo, que iba de proa y por lo tanto era la primera en salir de la casa
de botes, ya estaba fuera, me cayó una gota de agua. Miré hacia el
cielo y seguía igual que antes. Miré hacia el río, que estaba en
calma, completamente plato, como decimos nosotros. Sin embargo, me
cayó otra gota. Habíamos seguido andando y ya había otras tres
chicas fuera de la casa de botes. Una de ellas comentó:
-¿Está chispeando, no?
-Pues como se ponga a
llover de verdad, yo no salgo a remar, ¿eh? -avisó una de las que
todavía estaba dentro.
Nuestro entrenador, que
estaba por allí, soltó:
-Pero si esto no es
“ná”… ¡Anda! Nos os quejéis tanto y al agua ya, que luego os
toca remar una regata lloviendo y no sabéis.
-Pues yo prefiero remar
así, que el agua está plato, y no un día con un vendaval bestial
-dije yo.
Al fin teníamos el
barco en el agua, y mientras cada una colocaba su remo en su
chumacera, discutíamos quién iba a llevar los botines a la casa de
botes para que no se mojasen si se ponía a llover. Nadie quería ir
porque al volver había que hacerlo descalza, y nadie quería mojar y
manchar sus calcetines. Al final se decidió que tenía que ir la
timonel, ya que ella no se tenía que quitar los botines.
Cuando ya estábamos
todas con un pie puesto en el bote y el otro en el pontón, la
timonel gritó:
-¡Listas, fuera!
¡Fuera! -y nosotras dimos una patada al pontón para alejarnos de
él, aunque más de una que no quería que sus calcetines se
manchasen no dio la patada, por lo que el bote apenas se separó del
pontón y tuvieron que ayudarnos a salir algunos compañeros nuestros
que aún estaban en tierra.
La timonel mandó remar
a mano, solo moviendo los brazos, para salir de la zona de embarque y
llegar a la otra orilla del río. Allí, todas nos dispusimos a
acomodarnos, colocando las pedalinas en el lugar correcto, cambiando
los clips de la chumacera para regular la altura del remo y moviendo
las vías hacia proa o hacia popa.
La timonel preguntaba de
vez en cuando si ya estábamos listas. Al rato, las cuatro chicas de
popa, es decir, las cuatro que van sentadas más hacia popa y por
tanto más cerca del timonel, dijeron que ya estaban listas. Pero las
de proa aún no lo estábamos, así que la timonel mandó remar a las
cuatro de popa. Como siempre, comenzaron a remar a mano unas veinte
paladas, luego pasaron a remar a manos-cuerpo, moviendo los brazos y
el cuerpo, otras veinte paladas; después, a medio carro, es decir,
utilizando ya las piernas para mover el carro, pero avanzando solo la
mitad del recorrido total del carro. Y tras veinte paladas,
comenzaron a remar largo, con todo el recorrido posible del carro.
Después, la timonel mandó cambiar a la proa, de forma que ahora
nosotras hicimos todo ese proceso hasta terminar remando largo.
Luego, las ocho juntas volvimos a empezar a remar a mano, luego a
manos-cuerpo, después a medio carro, y finalmente, largo.
Ya habíamos avanzado
casi dos kilómetros, habiendo llegado a la altura de la Torre del
Oro. El bote ya iba avanzando bien, fluido, todas a una, con el
sonido de fondo de la timonel gritando pequeños detalles técnicos
que debíamos mejorar, a pesar de que las ocho íbamos perfectamente
acopladas y el barco andaba prácticamente solo, sin apenas esfuerzo.
Ese día todo iba de maravilla, seguramente porque el agua estaba
realmente tranquila, sin olas de ningún tipo y sin nadie navegando
por él, solo nosotros, los remeros.
Aún no llovía cuando
llegamos al Puente de Triana, pero poco antes de llegar al del
Cachorro comenzó a chispear cada vez más fuerte. Algunas de mis
compañeras se quejaron y propusieron volver e irnos a los ergómetros
a terminar el entreno. Pero la mayoría queríamos seguir porque, si
no, nuestro entrenador se enfadaría, y además, tan solo era agua lo
que nos caía.
Tras esa pequeña
discusión, volvió a reinar el silencio, roto tan solo por el
chasquido de los remos entrando en el agua, uno solo “chac” que
producían los ocho remos atacando a la vez.
Pero en ese momento el
silencio se rompió, además, por el ruido de la motora del
entrenador que se acercaba a toda velocidad a nosotras. Estoy segura
de que a todas se nos pasó por la mente que venía a decirnos que
diésemos la vuelta y entrásemos al club, porque todas, en el fondo,
los estábamos deseando. Las frías gotas nos martilleaban el cuello
y las manos, mientras que la ropa que llevábamos encima estaba
empapada, y nos caían gotas del pelo, igualmente empapado. La pobre
timonel era la que peor lo debía de estar pasando porque ella estaba
completamente quieta, a pesar de que era la que más abrigada iba y
la única con chubasquero.
Sin embargo, David no
nos dijo nada de entrar. Se limitó a ponerse a nuestro lado y seguir
nuestro ritmo mientras nos gritaba:
-¡Ese ataque a una! ¡No
espero a nadie! ¡Llegamos y atacamos! ¡Eso es!
Nos siguió durante tres
kilómetros, ya que ese día, al estar lloviendo, había bastante
gente que había faltado al entreno, por lo que había menos botes a
los que seguir y se podía dedicar más tiempo a nosotras. Eso estaba
bien porque aún teníamos que mejorar muchos aspectos.
Para eso David nos mandó
hacer algunos ejercicios técnicos, para mejorar ciertos movimientos.
Durante los ejercicios el bote iba más lento y la lluvia se notaba
más. En uno de los ejercicios, nos pidió que lo hiciera primero la
popa, luego la proa, y luego todas juntas. Y así lo hicimos; pero,
cuando nos tocaba estar paradas, el frío aumentaba. David se debió
de dar cuenta de que nos poníamos a tiritar cuando no remábamos,
porque una vez que terminamos ese ejercicio ya no nos mandó ninguno
en el que nos tuviéramos que quedar paradas un rato.
Al cabo de dos
kilómetros con David al lado gritando, yo ya estaba harta de él, y
deseaba que se fuese de una vez por todas. Sin embargo, seguía ahí,
gritándome:
-¡Largo, Ana, largo!
¡Es muy importante que vayas largo! ¡Más largo, Ana, más largo!
¡Y ataque, ataque todas! ¡A una el ataque, que se escuche un solo
“chac”! ¡Eso es, que ya lo tenemos! ¡Sin subir la pala en el
ataque, cerca del agua! ¡Un solo tirón atrás de piernas, saltamos
de la pedalina! ¡Como una repetición de sentadilla! ¡Rápidas las
piernas abajo! ¡Velocidad en la pasada! ¡Y sacamos la pala vertical
del agua, que no se nos olvide!
Su voz me agujereaba los
oídos, ya no podía más. Iba muerta y él me pedía más piernas.
“Por favor, vete ya… No puedo más…”, era lo único que se me
pasaba por la mente. Pero luego intentaba apartar esos pensamientos
de mi cabeza y me decía: “¡No, Ana! Sí que puedes, claro que
puedes; he aguantado cosas peores.”.
“Tengo mucho frío…
No aguanto más…”.
“¿Frío, Ana, frío”?
¿Acaso no te acuerdas ya de aquella regata en Vegadeo? Claro que me
acuerdo, eso sí que era frío, no como ahora. El frío es
psicológico. No tengo frío, esto no es frío”.
“Pero es que no
siento las manos…, las tengo congeladas…, y encima David no deja
de gritarme que vaya largo. ¡No puedo ir más largo, no con este
frío! Que se ponga él a remar, a ver qué dice”.
“Venga, Ana, que no es
para tanto, que soy capaz de aguantar esto y mucho más. Que eres muy
fuerte, que tú soportas todo lo que te pongan por delante. ¿O vas a
dejar que las demás piensen que eres una débil? Ellas deben de ir
peor que yo, porque tu eres la más fuerte, tú eres la mejor del
equipo. La mejor, Ana, ¡la mejor! Y no lo digo yo misma, te lo ha
dicho David mil veces, y los hechos lo demuestran. Les ganas en todos
los tests. Así que ahora no vas a ser tú la débil del equipo,
porque tú no eres débil. ¡Yo soy fuerte!”
Por mi mente se pasaban
todos estos pensamientos y cuando me convencí de que yo era fuerte,
la motora de David se frenó y dio la vuelta, siguiendo a otro bote
que iba en dirección contraria. Además, me di cuenta, de que ya
apenas llovía.
“Venga Ana, que ya se
ha ido, ahora ya no te va a martillear la cabeza, y ya solo queda un
kilómetro para dar la vuelta y beber agua. Por fin. Y además, ya
casi no llueve. Venga, que esto ya está hecho, que lo peor ya ha
pasado”.
Ese kilómetro pasó
bastante rápido. Cuando yo pensé que realmente ya no podría dar ni
una sola palada más, se escuchó la voz de la timonel por encima del
leve sonido de las gotas de lluvia cayendo sobre el río, como un
vaso de agua en medio del desierto, como una hoguera en medio de un
páramo de hielo, diciendo:
-¡En dos, fuera!
Una palada.
Otra palada.
-¡Fuera!
Y todas a una paramos
nuestros brazos en el mismo lugar, dejando caer los remos sobre el
agua. Poco a poco, el bote se fue frenando, y entonces la timonel
mandó clavar a las babores y remar a las estribores, para así dar
la vuelta.
Parecía que ese momento
no iba a llegar nunca, pero llegó.
Suspiré, estaba muerta.
Busqué mi botella de
agua y me dispuse a beber, cuando, de repente, sonó un trueno,
amenazadoramente cerca, y vimos como una cortina de agua bien tupida
se acercaba a nosotras demasiado rápido. Se escucharon gritos de mis
compañeras:
-¡Venga, vamos! ¡Qué
nos mojamos!
-¡Corre! ¡Deja de
beber agua y vámonos!
-¡Venga, va, que ya
estoy más o menos seca y no quiero volver a mojarme!
-¡Pero vámonos de una
vez por todas!
-¡Listo avante! -acalló
la timonel- ¡¡Avante!!
Y comenzamos a remar de
nuevo.
Una parte de mi ser
prefería haberse quedado allí y mojarse. Sin embargo, la fugaz
parada me había descansado un poco, lo suficiente para seguir con
más fuerzas que antes. Además, ahora por mi mente pasaba el
pensamiento de que ya quedaba menos de lo que llevábamos.
Sin embargo, la lluvia
acabó alcanzándonos. Pero lo cierto es que a mi ya me daba igual.
Ya estaba empapada, aunque era verdad que la ropa ya se había secado
un poco. Pero yo sabía que tenía ropa seca en mi mochila, y en
cuanto terminase el entreno saldría corriendo camino de la ducha.
Seguíamos remando,
desafiando a la lluvia y el viento, que ahora soplaba en contra. Nos
quedaban siete kilómetros, viento en contra. Pero yo no me desanimé
porque ya íbamos de vuelta, ya solo quedaba volver.
Dejó de llover y David
nos volvió a seguir cuando ya sólo nos quedaban apenas tres
kilómetros, a la altura del Puente del Cachorro, pero esta vez le
soporté mucho mejor.
La lluvia volvió a
arreciar poco antes de llegar al puente de Triana, donde las pocas
personas que paseaban por él nos miraban con cara de decir “Esta
gente está loca”, mientras corría huyendo hacia un techo bajo el
que refugiarse. Sonreí al ver la expresión de sus rostros, porque
sí que era cierto que estábamos locas. Todos los remeros lo estamos
un poco porque anteponemos el remo a cualquier cosa; el remo es
nuestra vida, sin él nos moriríamos; y salimos a remar siempre, ya
haga 40ºC y un sol abrasador, o 5ºC y una lluvia extremadamente
fría.
Al fin llegamos al club
y, gracias a Dios, ya no llovía. Hicimos la maniobra para entrar en
el pontón y en cuanto la timonel se bajó del bote, fue corriendo a
buscar nuestros botines, que aguardaban, bien secos, en la casa de
botes. Acto seguido, cogimos el bote entre las ocho y lo guardamos en
su sitio.
Luego, tras comentar con
mis compañeras de bote y con mi entrenador cómo había ido el
entreno, compartiendo diferentes sensaciones y opinando sobre qué
pensábamos que había que mejorar, nos fuimos todas juntas a los
vestuarios para darnos una buena ducha de agua caliente, que a mi me
sentó de maravilla. Estuve un largo rato bajo el chorro, disfrutando
de esa sensación de calor, tan necesaria después de haber pasado
tanto frío en el río.
Al terminar, me despedí
de ellas hasta el día siguiente, y salí de mi club envuelta en un
chubasquero, bajo un paraguas verde y con la mochila a la espalda, y
comencé a andar hacia mi casa.
En cuanto alcancé mi
cuarto me dejé caer pesadamente sobre el mullido colchón de mi
cama. Cerré los ojos y pensé quedarme así, en esa misma posición,
hasta que mi madre me avisase para comer.
Sin embargo, apenas unos
segundos después de cerrar los ojos, me sobresaltó el lejano sonido
de la melodía de mi móvil. En un principio no tenía intención de
cogerlo, estaba demasiado cansada para ir a buscarlo. Pero no paraba
de sonar, así que me vi obligada a levantarme y rebuscar en mi
mochila, que había quedado abandonada en un rincón de mi
habitación, hasta que di con el móvil y vi en la pantalla el nombre
de mi mejor amiga de la facultad. Así que lo cogí:
-¿Sí? -contesté con
voz cansada.
-¡Ana! ¿Te apetece
venirte esta noche a una discoteca? La entrada cuesta veinte euros y
para las chicas hay barra libre. ¿Te quieres venir?
-¿Esta noche? Uff… no
sé, estoy reventada…
-¡Venga, Ana! Vente,
que vamos a ir toda la clase.
-¿Pero hasta qué hora
sería eso?
-No sé, hasta la que tu
quieras. La entrada es a partir de las once.
-Pero es que no voy a
pagar una entrada de veinte euros para estar solo un par de horas.
Porque entre que se entra y no, son las doce, y a mi me gustaría
estar en mi casa antes de las dos y media, como muy tarde, que mañana
tengo entreno a las nueve, y además hay series.
-Pero por un día no
pasa nada, ¿no? ¡Anda! ¡Vente! No seas tonta, que nos lo vamos a
pasar muy bien. Que nunca vienes cuando quedamos, siempre pones la
excusa del remo…
-Ya lo se que nunca voy,
pero es que el entrenamiento de mañana es muy importante y… No sé…
No debo faltar mañana. Es que tenemos una regata dentro dos semanas
y no podemos perder entrenamientos, porque si no…
-Si yo lo entiendo pero
es que siempre es la misma historia. Yo se que para ti el remo es tu
vida, pero también deberías salir y divertirte. ¡Tanto remo no
puede ser bueno!
-Ya… si el remo es una
droga… -dije yo, riéndome,- en cuento lo pruebas yo no puedes
dejar de remar.
-Y una secta, también;
os lavan el cerebro -contesto ella, también riendo.- Entonces no te
vienes, ¿no?
-No, lo siento, pero no
puedo. No ahora. Ya sabes que en verano puedo quedar todo lo que tu
quieras. Pero ahora no puedo. Lo siento.
-Bueno, no pasa nada.
Otro día será… Pero recuerdame que para la próxima vez que me
eche una amiga, me asegure antes de que no sea remera, ni piragüista,
ni deportista de ningún tipo -dijo ella, bromeando.
Cada vez que mis amigos
de clase me proponían un plan para salir, siempre me pasaba lo
mismo. Nunca iba por que al día siguiente tenía que entrenar. Pero
otras veces pensaba que a lo mejor debería no darle tanta
importancia al remo y salir un poco más. Sin embargo, no podía.
Algo en mi interior me lo impedía. Además, ese año quería
intentar ir al equipo nacional y eso era algo demasiado difícil como
para permitirme el lujo de perder entrenamientos por una noche de
fiesta.
Mis compañeros de clase
no me entendían. No sabían cómo podía no salir, y además
madrugar todos los fines de semana para pasar frío y sufrir sobre el
agua. Pero para mi era lo era todo. Me había criado en el río,
entre remos y barcos, y desde muy pequeña había aprendido a hacer
del remo mi vida. No en vano, mi padre había sido también remero y
ahora era entrenador. Mis compañeros de remo me decían que yo había
nacido remando, y prácticamente, era verdad.
Y es que el remo me da
miles de cosas, que no cambiaría por nada del mundo.